lunes, 8 de febrero de 2010

Y éste su primer texto


El olor a Rusia

Cuando era pequeño me encantaban las cosas que olían a Rusia. No había visto nada que se asemejara a un ruso en mi corta vida, tampoco tenía la más remota idea de cómo podía ser ese país, ni los aromas que debían esconderse entre sus calles o en sus casas, y realmente me costaba descifrar las claves que permitieran a la imaginación dibujar un mapa en mi cabeza de lo que se escondía tras el Telón de Acero. Pero a mí me encantaba la forma en la que olía Rusia. Es cierto que tenía muchos datos de libros de texto cuyas ediciones se renovaban cada dos generaciones de rusos, pero sólo hablaban de historia y política y nunca de cosas tan interesantes como los sabores, las formas, los colores, las palabras, los olores... y eso, para un niño, no son datos válidos.
No sé realmente a qué venía aquella obsesión con el este europeo, porque, curiosamente, tampoco conocía qué había más al norte de mi tierra, cómo era de salado el mar que se perdía en el sur, o qué podías encontrarte si cruzabas la frontera que nos separaba de Portugal, un país que, por las conversaciones que había escuchado a mis abuelos, debía estar lleno de café. Nada de aquello me interesaba. Mi atención estaba puesta en Rusia y si hacía un esfuerzo conseguía imaginar a bellas mujeres envueltas en gruesos abrigos de pieles para resguardarse de un frío que suponía debía ser inmenso. También podía soñar con formas de edificios terminados en puntas de cebolla y si me detenía y cerraba los ojos las palabras rusas se amontonaban en mi cabeza, que también sabía poner color, blanco helado, a unas calles alfombradas de nieve y repletas de aromas.
Entonces la marca BIC tenía unos rotuladores de colores cubiertos con unos capuchones que me resultaban, literalmente, deliciosos. Un día descubrí que mi afición por morder esos pedazos de plástico tenía una razón: sabían a Rusia. Así que me podía pasar las horas chupándolos para intentar fijar en el paladar los sabores de los zares. Además, cerca de mi casa Telefónica tenía un local que comenzaba con unas rejas que daban paso a unas escaleras tras las que, pensaba, se escondía el mecanismo que hacía funcionar los teléfonos. Todos los días, al salir del colegio, corría hasta aquel lugar para intentar descubrir a la telefonista que me preguntaba a qué número deseaba llamar cada vez que descolgaba el teléfono. Las escaleras de aquel local me parecían mágicas, pero un día también se hicieron eternas, cuando identifiqué en la casa de al lado, tras una enorme puerta de madera, aquel olor tan característico. “Aquí huele a Rusia”, pensé. Y desde entonces, todos los días me detenía a oler ese pedacito de fragancia comunista que estaba junto a mi casa.
Un año dejó de hacer frío en mi ciudad y ya no se fabricaron más rotuladores BIC con capuchones rusos. Además, la casa junto al local de Telefónica fue derribada para construir pisos, por lo que, sin referencias, aquel olor se evaporó en algún lugar de mi memoria. Si hago un esfuerzo consigo dibujar en mi cabeza el perfil de aquellas mujeres hermosas vestidas de piel, o puedo recordar cómo pensaba que debía ser el frío ruso, pero, por desgracia, la certeza del aroma se me perdió para siempre. ¿Cómo huele Rusia? Ya no tengo ni idea. A veces me engaño y decido que ese olor debe ser una mezcla de humedad y tierra mojada después de la lluvia. La diferencia es que ahora sé que se trata de una sensación prefabricada.



DIEGO GONZÁLEZ
(Villanueva de la Serena, Badajoz, 1970)
Es autor de los libros de poesía Mudanzas en los bolsillos (2007), Mil formas de hacer la colada (2006, Premio Ciudad de Ronda de Poesía) y Línea 2 (2005). También ha publicado la novela La importancia de que las abejas bailen (2008, premio Felipe Trigo de novela corta). Licenciado en Ciencias de la Información, ha trabajado en diversos medios de comunicación. En la actualidad es guionista y productor de contenidos audiovisuales.

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